Llega un momento en nuestra vida en donde debemos
cerrar ciclos, salir del círculo donde permanecemos estancados y no podemos
avanzar. Puede ser una relación ya acabada, un trabajo que no nos permite
evolucionar, la permanencia en un sitio de nos oprime, el compartir con
personas toxicas de las que no tenemos el coraje de alejarnos.
¿Qué nos mantiene atados a situaciones obsoletas?
Principalmente el miedo al cambio, el no saber que no puede deparar el futuro,
y entonces pensamos “mejor lo malo conocido que el bueno por conocer”, un dicho
tan perverso al que nos aferramos para justificar nuestra cobardía. La verdad
es que si algo nos tiene amargados y oprimidos ¿qué puede ser peor que esto? La
rutina es otra cosa que frena el cambio. La
repetición casi automática de las acciones cotidianas adormece, acuna, y
cuando abrimos los ojos, tal vez sea demasiado tarde para realizar cambios. Y
otra poderosa razón, hay que admitirlo, es la comodidad. Si se analiza a fondo
la situación que causa amargura, se encuentra algún tipo de recompensa (por lo
general, está relacionada con la parte económica). Una recompensa maligna y
retorcida, pero ahí está, y esta zona de confort impide ponerle fin a la situación.
Hay algo indudable: con el paso del tiempo, cuando
la hora de vivir ciertas cosas pasa, llega el arrepentimiento. Porque nos damos cuenta de que por un miedo
sin fundamento, por inercia rutinaria y por comodidad, hemos pagado un precio
demasiado alto, dejamos pasar buenas oportunidades que ya no volverán. Por esto
debemos aprender a tiempo a voltear la página, dejar atrás relaciones
destructivas y seguir adelante, aunque los primeros tiempos puedan ser duros.
Dejar ir, desprenderse, soltar este capítulo de nuestra vida que ya hace parte
del pasado, ¡esto es evolucionar! Cerrar
puertas hacia el pasado y enfocarnos en el presente, un presente que
puede ofrecernos un millón de cosas buenas, si solo estamos dispuestos a
arriesgarnos.